First Person

Un periodista detenido: La vida en los centros de ICE

September 4, 2018
Emilio Gutiérrez Soto on his release day in El Paso. Photo: Julian Aguilar of the Texas Tribune

Mi rebeldía me puso en el lugar exacto donde me encuentro: el limbo legal en la búsqueda de asilo político. El año pasado se ordenó nuestra deportación fuera de los Estados Unidos. Nada fácil han sido estos momentos, y menos tratar de escribir en primera persona, algo que nunca he realizado. Antes siempre me ha tocado contar las historias de otros.

Hoy es distinto. Necesito sacar algo de lo que han sido mis vivencias y que debo compartir para que otros no pasen por esas penurias degradantes al extremo, en un lugar ajeno, en donde se proclaman libertades universales que se niegan inhumanamente a quienes osan buscar la protección de las mismas.

Hace más de diez años, a pesar del peligro bajo el que realizaba mi trabajo en mi país, México—y de la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón—, no me imaginaba que cruzaría la línea divisoria hacia los Estados Unidos, buscando protección y que doblemente debería permanecer encerrado en un centro de detención; la última vez, al lado de mi hijo Óscar.

El tomar la decisión de pedir asilo fue cosa de un instante. Amenazado por las Fuerzas Armadas, los militares de mi país, el brazo ejecutor del Estado Mexicano bajo Felipe Calderón, no era cosa para pensarse dos veces. Ya había agravios anteriores y muy serios. Perder un patrimonio material agenciado a base de trabajo, perder una familia, una mujer querida, una comunidad, la Patria, y con ello aventurarse a pedir la caridad.

Cuando hace más de diez años determiné que debería cruzar la frontera hacia el norte desde mi pequeña comunidad en el noroeste de Chihuahua para salvar mi vida y la de mi hijo Óscar, pedí asilo político.

Y recuerdo el inicio de la travesía:

Sign up for CJR's daily email

-“Qué traen?” dijo el Migra (el oficial de ICE) cuando cruzamos esa mañana por El Berrendo hacia los Estados Unidos.

-“Miedo,” respondí de inmediato.

-“De quién?”

-“De los militares que me quieren matar, soy periodista”

-“Y que quieres acá?”

-“Asilo político,” dije, mientras el “Migra” deslizaba hacia abajo sus lentes por la nariz de sol para verme a los ojos inquisidoramente.

-“Pero si los militares están para cuidarlos?”

-“Estos no!,” respondí. La palidez en mí se hizo presente.

-“Okey! Bajen por favor para que pasen a la oficina,” dijo el Migra.

Desde ahí, empezaría un Viacrucis de más de diez años. Yo pasaría a un centro de detención, y mi hijo, de apenas de quince años, a un centro juvenil. ¡La cárcel! Y con ello la separación de mi hijo, de mi vida, de mi aliento. Que gran desgracia esa separación.

A lo largo de dos meses y medio, creo que hable con mi hijo unas tres veces por teléfono, hasta que recuperó su libertad y fue a vivir al lado de unos amigos. Fue un descanso. Mi hijo estaba en libertad y podría ir a la escuela, y no me importaba seguir en prisión, a la espera de lo que se decidiera, aunque había que aguantar todo lo que pasara en el centro de detención, en donde los valores humanos de las personas es lo que menos importa.

Pasaron siete meses y medio para que yo pudiera reencontrarme físicamente con mi hijo Óscar. Las llagas de ese distanciamiento legal aún no se cierran. Aún nos duelen intensamente, aunque buscamos ser fuertes y tratamos de olvidarlas. Eso no se ha podido.

Casi diez años después, la historia se repitió, pero esta vez, ambos fuimos encerrados en el mismo centro por más de siete meses, y eso me ha herido más.

El 7 de diciembre del año pasado, estábamos a la espera de que una Corte de Apelaciones tomara una determinación al reconsiderar la deportación ordenada por Robert Hought, Juez de Inmigración de El Paso Texas. Se nos esposó de pies y manos y estuvimos a punto de que se nos obligara a cruzar la línea divisoria para encontrarnos con nuestros verdugos, los militares mexicanos.

Una llamada telefónica a los oficiales de ICE permitió regresar a la dependencia que había ordenado nuestra deportación. Pero no impidió que termináramos en la cárcel, y con ello iniciara un doloroso viacrucis que no le deseo a nadie.

Durante varios días dormimos en el suelo y en cuartos pestilentes, en donde la degradación por parte de oficiales de una empresa privada empezó a corroer nuestros corazones. Los gritos despóticos se empezaron a escuchar desde ese momento y por más de siete meses.

La criminalización de quienes buscamos asilo político apenas empezaba.

Internamente, empezaba a ser destrozado por el “Sistema” de Inmigración. Que caro me empezaba a resultar el haberme atrevido a criticar una política errática en materia de Derechos Humanos de parte de ICE. Me desgarré al ver a mi hijo vestido con un uniforme carcelario. Empezaba así el calvario.

Pasar de nuevo por más de siete meses dentro de un centro de detención, disfrazado de “campo,” fue esta vez más degradante. Comer basura calificada como alimentos a base de levaduras resultó en una severa crisis física, ya que en poco tiempo el individuo se excede de peso y no existe, literalmente hablando, la forma de reducirlo al no haber un sitio en donde ejercitar el físico, independientemente de la chatarra carente de nutrientes necesarios.

Los “alimentos” únicamente tienen algún parecido cuando existe de por medio alguna “inspección” al interior del gueto; es cuando ofrecen pollo carbonizado, cuando Gómez, el sacrosanto oficial, lo empieza anunciar una semana antes como un manjar, como un manjar para el paladar de los prisioneros, de los reos, de los criminales inmigrantes.

Del pollo cremado, poco se puede rescatar.

La humillación se ofrece a los inmigrantes al momento de realizar sus necesidades más apremiantes, ya que se deben exhibir ante guardias y compañeros de celda. La privacidad es inexistente. Te encuentras bajo la lupa de oficiales y cámaras de seguridad. ¡Cuantas ganas de tomar una ducha en privacidad!

La vigilancia de los oficiales se efectúa de una manera familiar. Todos los vigilantes son parientes, y por ello, las quejas en materia de violaciones a los Derechos elementales de los detenidos nunca prosperan. Es más, se nos advierte: “sus quejas nunca llegarán, aunque se las manden a Donald Trump. Primero nos llegan a nosotros los tenientes…los capitanes, ni siquiera se enteran…no pierdan su tiempo…nadie los trajo,” es la sentencia lapidaria. Somos menos que nada en esos lugares.

ICE en un momento decidió separarme de Óscar otra vez. Intentaron enviar a mi hijo a otro campo; mi precaria salud lo impidió. La ausencia de medicamentos para atender mi alta presión arterial y el alto colesterol fueron determinantes para que siguiéramos juntos.

El médico titular de ese centro determino que separarnos podría ser un agravante más en contra de mi precaria salud; el no quiso hacerse responsable de una posible tragedia y recomendó que nos mantuvieran juntos mientras encontraba la solución para contrarrestar la alta presión arterial y el colesterol. “No puedo autorizar su traslado o el de su hijo, porque puede desencadenarse algo trágico,” me dijo. “Usted se queda aquí con su hijo, mientras encuentro la solución a su problema.” Y seguimos juntos.

El medico Guaderrama ordenó una “dieta” para tratar mi salud. Pero en esos guetos, las dietas no existen. Los alimentos balanceados sólo se encuentran en los sueños o pesadillas de ICE. La solución fue la ingesta de dosis más grandes de medicamentos para tratar mi males físicos. Fue cuando me di cuenta de que, el que no está enfermo, ahí se enferma.

Desde las cinco de la madrugada empieza diariamente el calvario; termina antes de las diez de la noche con 30 minutos. Para entonces, he consumido cinco o seis píldoras de Tylenol de 800 miligramos. Busco que el dolor corporal sea menor, y con ello espero una nueva madrugada, muchas de las veces en vela. A la espera de nuevo de los gritos, de las angustias ajenas, del stress y de los malos tratos.

He visto el dolor en mi valiente hijo. He sido testigo de su preocupación, al verme también preocupado, y ambos nos hemos dado un abrazo solidario en nuestro dolor.

¡Que gran deuda tengo con mi retoño! Es una víctima del trabajo periodístico de su padre. Afrontamos juntos un futuro incierto, sin patria, sin la sazón de un lugar en donde descansar con certeza nuestras cabezas, nuestras vidas, nuestro futuro, sus sueños de un muchacho que debería llevar una vida en tranquilidad. Esa tranquilidad que nos quitó un presidente que causó la mayor desgracia de mi Patria desde la conquista española, Felipe Calderón y ahora, su cómplice Enrique Pena Nieto.

La criminalización de quienes buscamos asilo político apenas empezaba. Me disculpé con mi hijo Óscar por verlo en la cárcel. La respuesta de mi hijo, aún suena en mis oídos: “juntos estamos, juntos llegamos, y si nos tenemos que ir, juntos nos vamos.” Fue la respuesta que hoy me alienta retomar mi trabajo con mayor empeño, con una entrega más fuerte, y con más amor y dedicación.

Click here for the English version.

Emilio Gutiérrez Soto is a Mexican journalist based in the United States and a recipient of a 2018-2019 Knight-Wallace Fellowship.